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“Varadero”, por Pablo Pupo

Pablo Pupo

Difícil fue ver una playa como la de Varadero y no pensar que uno estaba en el paraíso. Era, por definición, una perfección de playa con sus aguas tan claras que uno podía contar los deditos de los pies con el agua llegando a los hombros, su fresca arena tan suave como una almohada, el dulce viento que no permitía sentir ni frío ni calor… Era tanta su belleza que dejaba de ser una simple playa; se convertía en un tesoro regalado de Dios, una manifestación de la plena belleza de Cuba. Y, como todo lo demás en Cuba, un tesoro podrido.

En una de mis visitas anuales más recientes a mi familia cubana, decidimos pasar un fin de semana en la hermosura de Varadero. Era verano y queríamos escapar del calor ardiente que nos enfrentaba cada vez que se iba la electricidad (un ritual diario hasta en la capital: La Habana). Fuimos y vi frente a mí todas las bellezas de las que solo había oído y leído, las mismas que habían encantado a los españoles que primero descubrieron esta isla hace 500 años y las que habían enamorado a mis propios padres medio milenio después.

Llegamos al hotel, uno de muchos que cobraban por disfrutar de esta maravilla con la ilusión de que eran ellos los dueños de la perfección, los capturadores de la divinidad. Eran instituciones capaces de competir con los famosos hoteles de Las Vegas y Nueva York.

Aun así, aunque estos hoteles eran hermosos, ocultaban algo siniestro. Todos los que se quedaban allí eran extranjeros; no había cubanos entre los huéspedes. Los únicos cubanos presentes eran los trabajadores, y ellos eran los afortunados, porque ese era uno de los mejores trabajos disponibles para quienes viven en la isla.

Era una realidad que no se podía ignorar. Caminábamos por los pasillos del hotel, rodeados de lujo, mientras los empleados, con una sonrisa que escondía una vida de sacrificios, nos atendían. Sabíamos que muchos de ellos no vivían en las cercanías; hacían largas jornadas de trabajo para poder llevar a casa un salario que, aunque para ellos era considerable, palidecía frente al costo de una noche en el mismo lugar donde trabajaban.

A medida que pasaban los días, esa sensación de estar en un lugar prohibido para los propios habitantes de la isla se hacía más evidente. Las conversaciones que escuchábamos eran en inglés, en alemán, en francés… cualquier idioma, menos el español cubano. La desconexión era total. Los turistas, al igual que nosotros, disfrutaban de la comida, de los espectáculos nocturnos, de las piscinas y las vistas al mar sin saber, o sin querer saber que, a pocos kilómetros de allí, muchos cubanos apenas podían permitirse comprar los alimentos básicos.